Convivió por años con comunidades de la provincia de Fajardo en el centro sur del Perú, para investigar el impacto que tuvo el Pumpin de Ayacucho -música quechua y testimonial- en los procesos de violencia política que azotaron a la región en la década del 80 y 90. Es Jonathan Ritter, etnomusicólogo de la Universidad de California en Riverside que inauguró el año académico del Magíster en Musicología de la Universidad Alberto Hurtado.
¿Importa armar la historia social de un país a través de la música? ¿Y si es un conflicto indígena? ¿Y si es en Latinoamérica? Construir la memoria de víctimas de derechos humanos a partir de ritmos, letras, instrumentos y carnavales es el trabajo que hace veinte años ha realizado el etnomusicólogo Jonathan Ritter en Perú, donde se discute hasta el día de hoy cómo conmemorar la violencia política que casi destruyó al país en los 1980s y 90s.
Jonathan Ritter es profesor asociado de etnomusicología y ex director del programa de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de California-Riverside. Ha escrito múltiples artículos sobre música andina, afro-ecuatoriana e indígena norteamericana, es co-editor, junto a Martin Daughtry, del libro Music in the Post-9/11 World (Routledge 2007) y actualmente está completando su libro We Bear Witness With Our Song: The Politics of Music and Violence in the Peruvian Andes (OUP).
El joven académico recuerda que para responderse las preguntas fundamentales de su investigación, tuvo que vivir en países como Nicaragua, Ecuador y Perú. En este último se hizo conocido como “el gringo”, porque su tesis doctoral la hizo del Pumpin de Ayacucho, una música quechua y testimonial que procede de los pueblos de la provincia de Fajardo, localizado en el centro sur del Perú. Su estudio de campo fue vivir en las comunidades y desde ahí examinar intervenciones musicales de los campesinos rurales y quechuahablantes de la región. Así lo hizo y se ganó el cariño de la gente. Es más, su nombre en youtube lo muestra cantando en quechua, tocando una guitarra de doce cuerdas y rodeado de comunidades indígenas.
-¿Siendo estadounidense cómo surge este interés por estudiar a los indígenas del Continente?-
-Como licenciado escribí mi tesis sobre la música indígena del norte de Estados Unidos como una manera de rescatar y revalorizar la cultura indígena. En ese contexto, años más tarde tuve la idea que la música tenía algo que ver con la vida social, cultural y política de los pueblos y era importante saber. Después de mi licenciatura estuve seis meses en Nicaragua y recuerdo que llegué con ciertas ideas fijas de la política de Estados Unidos, pero muy rápido me di cuenta que la situación en centroamérica era más complicado de lo que había comprendido antes. Abrí mis ojos a un mundo más complejo y el rol que tenía la cultura dentro de los conflictos.
Desde ese momento quise entender en profundidad lo que estaba pasando en América Latina. Hice mi maestría con la música afro en Ecuador y pasé a Perú en el 2000. Vi que había mucho escrito sobre la relación de la música y la política en Sudámerica, pero en Perú, el enfoque había sido desde el mundo de folcklor y nada más. Sin embargo, era un país que estaba terminando un periodo intenso con Sendero Luminoso. Me fui a vivir a Ayacucho donde surgió la violencia con el propósito de conocer que pasó musicalmente durante un conflicto tan sangriento.
-¿Y qué descubrió?-
-Descubrí un mundo de música testimonial que hablaban del conflicto. Sendero tenía sus canciones de lucha armada, los soldados también, mientras las víctimas tenían sus canciones dedicadas a la muerte o desaparición de familiares e hijos. La música testimonial es de resistencia, de queja, de dolor, una manera de crear conciencia y educación de lo que ha pasado. Hay canciones Senderistas hablando del marxismo maoista, las marchas de los soldados diciendo que han llegado a matar a los terroristas, es toda una mezcla de mensajes. Me di cuenta que había un conflicto musical y traté de reconstruir esa historia social de la música.
Si bien Ritter como musicólogo tiene su punto de vista de las causas que llevaron a Perú a ese nivel de violencia, lo que más le fascinó de la investigación era el poder de la música en el conflicto.
“No necesitaban las armas para pelear, sólo la música. Cuando los soldados cantaban en la calle la gente no salía de sus casas y por otro lado, dentro de la música testimonial la canción de las víctimas en su mayoría en quechua las cantaban con sus familiares y en sus comunidades. Después del conflicto, el acto de cantar era parte de una reconciliación a nivel micro porque en esta localidad, en una misma familia te podías encontrar a un soldado, a un militar, a un ex senderista, y a familiares muertos y desaparecidos. En el campo en Ayacucho se escuchan esas canciones cantadas por todos, y esa es la manera de compartir historias y retejer a una comunidad. He observado esos momentos poderosos y tremendamente humanos a través de la música.
El académico cuenta que cada año regresa por una semana o dos a la ciudad de Ayacucho y este 2 y 3 de marzo pasado estuvo en un carnaval y en concursos donde competían 32 conjuntos musicales y escuchó que cada uno tenía su canción contra la corrupción y la vida social de la provincia.
“Es una tradición muy fuerte la música como resistencia. Ahora hay una comparsa de carnaval de grupos de derechos humanos, hay que entender que hay momentos regionales y nacionales de reconciliación a través de la música, hay hasta conciertos por la paz con artistas consagrados de la música testimonial”, cuenta.
-Muchos artistas plantean que si el arte no es político, no tiene ningún sentido. ¿Se puede decir lo mismo de la música?-
-Pienso y creo que la música no tiene una significación única, siempre cambia, y es parte del proceso histórico social. Te doy un ejemplo, en el Perú hubo una matanza en Huanta, un pueblo en Ayacucho, en 1970, los estudiantes luchaban por la gratuidad de la enseñanza, y llegó la policía y los mató. Un año después un profesor escribió la canción Flor de Retama, que habla de esa matanza y la letra dice “la sangre del pueblo que huele a jazmines y a dinamita…” En ese momento era una canción de protesta popular. Pasaron varios años y durante el gobierno militar de Bermúdez Morales la misma canción se convirtió en un himno de resistencia contra los militares. Durante los años 80 Sendero Luminoso lo tomó como su himno, y era casi prohibido. Pasaron diez años más, y la misma canción se convirtió en un himno de la identidad ayacuchana, y era cantada por todos, pero nadie estaba pensando en la matanza de 1969. Hasta los soldados mismos la pedían aunque fue escrita contra ellos. Esa canción siempre está ahí en los conciertos de hoy y tiene miles de significaciones, incluso en los carnavales hace un mes, la gente cantó pidiendo al Estado justicia por los caídos con la misma canción. La música es parte del proceso.
Links UAH:
Magíster en Musicología Latinoamericana
Facultad de Filosofía y Humanidades
Postgrado UAH
Ediciones UAH
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